sábado, 28 de agosto de 2010

RECORDAR VIDAS ANTERIORES

El método para recordar las vidas anteriores. Es una manera de recordar nuestras existencias pasadas. Es una forma de meditación. Es una aplicación concreta de la meditación. Por ejemplo, alguien podría preguntarnos: “¿En qué se diferencia un río de un canal?” Le responderíamos que el canal es una aplicación concreta del río: bien planeado, controlado y sistematizado. El río es caótico, incontrolado. También llegará a alguna parte, pero su destino es incierto. El destino del canal está garantizado.

La meditación es como un río grande; llegará al mar; es seguro que ha de llegar al mar. La meditación con toda seguridad os llevará hasta Dios. Pero también existen otras aplicaciones intermedias de la meditación. Estas aplicaciones intermedias pueden llevarse, como pequeños afluentes, a los canales de la meditación. También podemos canalizar el poder de la meditación hacia nuestras vidas anteriores; la meditación no es más que centrar la atención, centrarse en los recuerdos, en estado latente, de las vidas anteriores.

Recordadlo: los recuerdos no se borran jamás; un recuerdo siempre se queda en estado latente, o sale a la luz. Pero el recuerdo en estado latente parece borrado. Si yo os pregunto qué hicisteis el 20 de enero del año 1980, no seréis capaces de responderme. Eso no quiere decir que no hayáis hecho nada en ese día. Pero, de pronto, Ese día parece un vacío total. No pudo estar vacío: estuvo lleno de actividad. Pero hoy parece un vacío. Del mismo modo, el día de hoy se convertirá también en un vacío mañana. Dentro de diez años no quedará ningún rastro del día de hoy.

Así pues, no es que el día 20 de enero de 1980 no haya existido, ni que vosotros no existierais aquel día: lo que quiero dar a entender es que, dado que sois incapaces de recordar aquel día, ¿cómo podéis creer que existió verdaderamente? Pero sí existió, y hay una manera de saberlo. La meditación también puede centrarse en esa dirección. Descubriréis con sorpresa que en cuanto la luz de la meditación recaiga sobre ese día, éste os parecerá más vivo que nunca.

Imaginad, por ejemplo, que una persona está en un cuarto oscuro dirigiendo de un lado a otro la luz de un foco. Cuando dirige la luz hacia la izquierda, la parte derecha se queda a oscuras, pero no desaparece nada a la derecha. Cuando dirige la luz hacia la derecha, la parte derecha cobra vida de nuevo, pero la parte izquierda queda oculta en la oscuridad.

La meditación tiene un centro de enfoque, y si queremos canalizarla en una dirección concreta debemos utilizarla como un foco. Pero si queremos dirigir la meditación hacia lo divino, entonces debemos aplicar la meditación como una lámpara. Procurad entender bien esto.

La lámpara no tiene centro de enfoque propio: no está enfocada. La lámpara se limita a arrojar una luz que se difunde a su alrededor. A la lámpara no le interesa iluminar en una dirección o en otra: todo lo que caiga dentro del radio de su luz se ilumina. Pero un foco es como una lámpara enfocada.

Con el foco disponemos de toda la luz para dirigirla en una dirección determinada. Así pues, es posible que con una lámpara los objetos se hagan visibles pero difusos, y que para verlos claramente tengamos que concentrar toda la luz en un solo punto; se convierte en un foco. Entonces el objeto se vuelve claramente visible, pero los demás objetos se pierden de vista. En la práctica, si una persona quiere ver claramente un objeto, tendrá que enfocar su meditación total en una sola dirección y dejar a oscuras el resto.

El que quiera conocer directamente la verdad de la vida desarrollará su meditación como una lámpara: ése será su propósito único. Y, en realidad, el único propósito de la lámpara es verse a uno mismo; basta con que brille lo bastante para esto, y no hace falta nada más. Pero si debemos dar una aplicación especial a la lámpara, tal como recordar las vidas pasadas, entonces será preciso canalizar la meditación en una dirección determinada.

sábado, 21 de agosto de 2010

MORIR CONSCIENTE

En realidad la muerte y el nacimiento no son dos sucesos: son dos lados de un mismo fenómeno, como las dos caras de una moneda. Si un hombre tiene en la mano una cara de una moneda, también tendrá automáticamente la otra.

La muerte y el nacimiento son dos caras de un mismo fenómeno. Si la muerte se produce en un estado consciente, la muerte tiene lugar inevitablemente en un estado consciente. Si la muerte se produce en un estado inconsciente, el nacimiento se produce también en estado de inconsciencia. Si la persona muere plenamente consciente en el momento de su muerte, también estará llena de conciencia en el momento de su nacimiento siguiente.

No podemos hacer nada directamente en relación con el nacimiento: todo lo que podamos hacer estará relacionado únicamente con la muerte. No podemos hacer nada después de la muerte: todo lo que podamos hacer debemos hacerlo antes de la muerte. La persona que muera en estado inconsciente no podrá hacer nada hasta que vuelva a nacer. No hay remedio: seguirá inconsciente. Así pues, si vosotros habéis muerto en estado inconsciente, tendréis que nacer de nuevo en estado inconsciente. Lo que haya que hacer tendrá que hacerse antes de la muerte, pues disponemos de muchas oportunidades antes de la muerte: la oportunidad de toda una vida. Aunque este estado inconsciente es bueno para vosotros, en cierto modo, si todavía no estáis preparados para nacer en estado consciente.

Tendréis que empezar por hacer experimentos con desgracias de tipo menor. Os las encontraréis todos los días de la vida; están presentes todos los días. No sólo las desgracias: tendréis que incluir también la felicidad en el experimento, porque es más difícil ser conscientes en la felicidad que en la desgracia. Tendréis que experimentar el modo de manteneros conscientes tanto en la desgracia como en la felicidad.

Pero en el mundo ya aparecen bastantes desgracias sin que las provoquemos: no hace falta que provoquemos ninguna más. Ya disponemos de muchas desgracias: debemos empezar a experimentar con ellas. Las desgracias aparecen sin ser provocadas, en todo caso. Si podemos mantener la conciencia de que “soy independiente de mi dolor” durante la desgracia que viene sin ser provocada, entonces el sufrimiento se convierte en una disciplina espiritual.

Tendremos que seguir practicando esta disciplina aun con la felicidad que se ha presentado por sí misma. Con el sufrimiento, es posible que consigamos engañarnos a nosotros mismos, porque nos gustaría creer que “yo no soy el dolor”.

En realidad, nada es más difícil que sentir que somos independientes de nuestra felicidad. En la práctica, al hombre le gusta sumergirse por completo en la felicidad y olvidarse que es independiente de ella. La felicidad nos inunda; la desgracia nos desconecta y nos separa del yo. Llegamos a creer, de algún modo, que nuestra identificación con el sufrimiento se debe únicamente a que no nos queda ninguna otra elección, pero damos la bienvenida a la felicidad con todo nuestro ser.

Sed conscientes en el dolor que os llegue; sed conscientes en la realidad que os llegue; y, de vez en cuando, a modo de experimento, sed conscientes también en el dolor provocado, porque en él las cosas son un poco diferentes. Nunca podemos identificarnos plenamente con nada que nos provoquemos voluntariamente. El conocimiento mismo de que es algo provocado genera un distanciamiento.

Estad atentos, tanto en el sufrimiento como en la felicidad; más tarde, algún día, provocaos alguna desgracia y ved cuanto podéis distanciar de ella vuestra conciencia.

La naturaleza sabe que si el hombre es capaz de permanecer consciente en el dolor, también puede mantenerse consciente en la muerte. Nadie es capaz de mantenerse consciente en la muerte sin preparación, sin haber vivido una experiencia previa de ese tipo.

Cuando una persona se prepara plenamente, la muerte se convierte en una experiencia maravillosa. No existe otro fenómeno tan valioso como éste, pues lo que se revela en el momento de la muerte no se puede conocer de ninguna otra manera. Entonces, la muerte parece una amiga, pues sólo cuando acontece la muerte, y no antes, podemos conocer que somos un organismo vivo.

Recordadlo: cuanto más oscura es la noche, más brillan las estrellas. Cuando las nubes son oscuras, el rayo destaca sobre ellas como un hilo de plata. Del mismo modo, el centro mismo de la vida se manifiesta con toda su gloria cuando la muerte en su plenitud nos rodea por todas partes, y no antes. La muerte nos rodea como la oscuridad, y dentro de ella, el centro mismo de la vida, el alma, brilla con su esplendor pleno; la oscuridad que lo rodea lo hace luminoso. Pero en ese momento nos quedamos inconscientes. En el momento mismo de la muerte, que podía ser de otro modo el momento en que conociésemos nuestro ser, nos quedamos inconscientes. Por eso, tendremos que prepararnos para elevar nuestra conciencia. La meditación es esa preparación.

Recordadlo: esto sólo se puede hacer con respecto a la muerte; nada puede hacerse con respecto al nacimiento. Pero cualquier cosa que hagamos con respecto a la muerte afectará también, en consecuencia, a nuestro nacimiento. Nacemos en el mismo estado en que morimos.

La vida está aquí; todavía no ha llegado la muerte, de momento. Ha de llegar con seguridad: nada es más seguro que la muerte. Podemos dudar de otras cosas, pero no cabe duda alguna con respecto a la muerte. Algunas personas dudan de Dios; otras dudan del alma, pero jamás habréis conocido a nadie que dude de la muerte. Es inevitable; ha de venir con toda seguridad; ya está en camino. Se aproxima más y más a cada instante. Podemos aprovechar los momentos que nos quedan antes de la muerte para despertar. La meditación es una técnica que conduce a ese fin.

sábado, 14 de agosto de 2010

LA FALSEDAD DE LA MUERTE

No hay mayor mentira que la muerte. Pero, con todo, la muerte parece verdadera. No sólo parece verdadera, sino que parece, incluso, que es la verdad cardinal de la vida: parece que toda la vida está ordenada por la muerte. Aunque la olvidemos, o aunque no la tengamos en cuenta, la muerte sigue estando cerca de nosotros por todas partes. La muerte está aun más cerca de nosotros que nuestra sombra.

Hemos estructurado nuestras mismas vidas a partir de nuestro miedo a la muerte. El miedo a la muerte ha creado la sociedad, la nación, la familia y los amigos. El miedo a la muerte nos ha hecho perseguir el dinero y nos ha hecho ambicionar posiciones sociales más elevadas. Y lo más sorprendente es que nuestros dioses y nuestros templos también han surgido del miedo a la muerte. Por miedo a la muerte, hay personas que rezan de rodillas. Por miedo a la muerte, hay personas que rezan a Dios con las manos unidas y elevadas hacia el cielo. Y nada más falso que la muerte. Por eso, cualquier sistema de vida que hayamos creado creyendo que la muerte es verdadera se ha convertido en falso.

¿Cómo conocemos la falsedad de la muerte? ¿Cómo podemos saber que no hay muerte? Mientras no lo sepamos, no perderemos el miedo a la muerte, nuestras vidas seguirán siendo falsas. Mientras exista el miedo a la muerte, no podrá haber vida auténtica. Mientras temblemos de miedo hacia la muerte, no podremos acopiar la capacidad de vivir nuestras vidas. Sólo pueden vivir aquellos para los que la sombra de la muerte ha desaparecido para siempre. ¿Cómo podrá vivir una mente asustada y temblorosa? Y ¿Cómo es posible vivir cuando parece que la muerte se acerca a cada instante? ¿Cómo podemos vivir?

Por mucho que dejemos de tener en cuenta a la muerte, nunca la olvidamos del todo. No importa que llevemos el cementerio a las afueras de la ciudad: la muerte sigue mostrándonos su rostro. Todos los días muere alguien; todos los días se presenta en alguna parte la muerte y hace temblar los cimientos mismos de nuestras vidas.

Cuando vemos que se produce la muerte, somos conscientes de nuestra propia muerte. Cuando lloramos la muerte de alguien, no sólo nos hace llorar la muerte de esa persona, sino también el recuerdo renovado de nuestra propia muerte. No sólo sentimos dolor y pena por la muerte de otra persona, sino por la posibilidad aparente de la nuestra propia. Toda muerte que acontece es, al mismo tiempo, nuestra propia muerte. Y ¿Cómo podemos vivir, mientras sigamos rodeados de la muerte? Vivir de esta forma es imposible. Así no podemos conocer lo que es la vida: ni su alegría, ni su belleza, ni su bendición. Así no podemos alcanzar el templo de Dios, la verdad suprema de la vida.

Los templos que se han creado por miedo a la muerte no son los templos de Dios. Las oraciones que se han compuesto por miedo a la muerte tampoco son oraciones dirigidas a Dios. Sólo el que está lleno de la alegría de la vida alcanza el templo de Dios. El reino de Dios está lleno de alegría y de belleza, y las campanas del templo de Dios sólo repican para los que están liberados de los temores de todo tipo, para los que se han quitado de encima todos los miedos.

Esto hace parecer difícil, dado que nos gusta vivir con miedo. Pero esto no es posible: sólo puede ser verdadera una de las dos cosas. Recordadlo: si la vida es verdadera, entonces la muerte no puede ser verdadera; y si la muerte es verdadera, entonces la vida no será más que un sueño, una mentira: entonces la vida no puede ser verdadera. Las dos cosas no pueden existir simultáneamente. Pero nosotros nos aferramos a las dos cosas a la vez. Tenemos la sensación de que estamos vivos y tenemos además la sensación de que estamos muertos.

Por supuesto, algunas personas intentan demostrar su falsedad. Solo por su miedo a la muerte, la gente cree en la inmortalidad del alma: por puro miedo. No saben: se limitan a creer. Todas las mañanas, algunas personas se sientan en un templo o en una mezquita y repiten: “Nadie muere: el alma es inmortal.” Se equivocan al creer que el alma se hará inmortal por el mero hecho de repetir las palabras “el alma es inmortal”. La muerte nunca se vuelve falsa por estas repeticiones: sólo conociendo la muerte es posible demostrar su falsedad.

La muerte es nuestra propia sombra. Si huimos de ella, no seremos capaces de plantarnos ante ella y de reconocer lo que es. La muerte es la sombra que se forma tras de la vida, y nosotros no queremos nunca volver la vista atrás para ver lo que es. Vivimos muchas vidas cargando con el miedo a la muerte, pero no somos capaces de reconocerla ni de verla. Estamos tan asustados y tan llenos de miedo que, cuando se acerca la muerte, cuando su sombra total se cierne sobre nosotros el miedo nos deja inconscientes. En general, nadie se mantiene consciente en el momento de la muerte. Si nos mantuviéramos conscientes por una vez, el miedo a la muerte desaparecería para siempre.

El nacimiento y la muerte no son más que postas donde se cambia de vehículo: donde se dejan atrás los vehículos viejos, donde se abandonan los caballos cansados y se toman otros de refresco. Pero ambos actos tienen lugar en nuestro estado de inconsciencia. Y la persona cuyo nacimiento y cuya muerte se producen en este estado de inconsciencia no puede vivir una vida consciente: realiza su vida casi en un estado semiconsciente, casi en un estado de semivigilia.

sábado, 7 de agosto de 2010

EL TEMOR A LA MUERTE

Se dice que cuando clavaron a Jesús en la cruz él no sintió ningún dolor. Y pudo decir sus últimas oraciones. ¡Es difícil de creer lo que dijo Jesús en sus últimos momentos, sangrando y desnudo, herido de espinos, con las manos clavadas!

Jesús dijo: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen.” Debéis de haber oído esta frase. Y todas las gentes de todo el mundo que creen en Cristo la repiten continuamente. La frase es muy sencilla. Jesús dijo: “Señor, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Las personas que leen esta frase suelen entender que Jesús dice que aquellas pobres gentes no sabían que estaban matando a un hombre bueno como era él.

No: aquello no era lo que quería decir Jesús. Lo que quería decir Jesús era lo siguiente: “Estas gentes insensibles no saben que la persona a la que están matando no puede morir. Perdónalos, porque no saben lo que hacen. Hacen algo imposible: están cometiendo el acto de matar, que es imposible.”

En concreto, en la vida no hay lugar en ninguna parte para la muerte, lo creemos porque siempre nos persigue el pensamiento de nuestra propia muerte. ¿Por qué nos preocupa tanto el pensamiento de nuestra muerte? Estamos vivos ahora mismo; por lo tanto, ¿por qué tenemos tanto miedo a la muerte? ¿Por qué nos asusta tanto morir? En realidad, detrás de este miedo hay un secreto que debemos comprender.

Detrás de ello hay una cierta aritmética, y esta aritmética es muy interesante. Nunca nos hemos visto morir a nosotros mismos. Hemos visto morir a otros, y eso refuerza la idea de que también nosotros tendremos que morir. Por ejemplo, una gota de lluvia vive en el mar con otros millares de gotas, y un día los rayos del sol caen sobre ella y se convierte en vapor, desaparece. Las demás gotas creen que ha muerto, y tienen razón, porque han visto a la gota hace poco y ahora ha desaparecido. Pero la gota existe todavía en las nubes. Pero ¿cómo van a saberlo las demás gotas hasta que ellas mismas se conviertan en la nube? Para entonces, aquella primera gota habrá caído al mar y se habrá convertido en gota de nuevo. Pero ¿cómo pueden saber esto las demás gotas hasta que ellas mismas emprendan ese viaje?

Cuando vemos morir a alguien de nuestro entorno creemos que las personas ya no existen, que ha muerto una persona más. No nos damos cuenta de que esa persona, sencillamente, se ha evaporado, ha entrado en lo sutil y, a continuación, ha emprendido un nuevo viaje: es una gota que se ha evaporado para convertirse de nuevo en gota. ¿Cómo vamos a verlo? Lo único que nos parece es que se ha perdido una persona más, que una persona más está muerta. Así, todos los días muere alguien; todos los días se pierde alguna gota. Y poco a poco nos invade la certeza de que también nosotros tendremos que morir, de que “también yo moriré”. Después nos domina un temor: “Moriré”. Este temor nos domina porque estamos mirando a los demás. Vivimos observando a los demás, y éste es nuestro problema.

Cuando miramos las caras de los demás y observamos nuestra propia realidad, entonces es cuando cometemos un gran error. Y en nuestra visión de la vida y de la muerte interviene la misma aritmética errónea. Habéis visto morir a otros, pero nunca os habéis visto morir a vosotros mismos. Vemos las muertes de otras personas, pero nunca llegamos a saber si algo de esas personas sobrevive. Como nos quedamos inconscientes en esos momentos, la muerte sigue siendo una extraña para nosotros. Por lo tanto, es importante que entremos voluntariamente en la muerte. Cuando una persona ve la muerte una sola vez, se libera de ella, triunfa sobre la muerte. En realidad, no tiene sentido decir que ha vencido, porque no hay nada que vencer. Entonces la muerte se vuelve falsa; entonces la muerte, sencillamente, no existe.

Si una persona tiene que sumar dos y dos y escribe “cinco” como respuesta, al día siguiente descubre que dos y dos son cuatro, ¿podría decir que ha triunfado sobre el cinco y lo ha convertido en el cuatro? Diría, más bien, que no se trataba de triunfar: ¡no había cinco! El cinco era un error suyo, una ilusión suya; su cálculo era erróneo; el total era cuatro: él lo había entendido como cinco, y aquél era su error. Cuando uno aprecia el error, allí termina la cuestión. Aquella persona no podría decirse: “¿Cómo puedo quitarme de encima el cinco? Ahora veo que dos y dos son cuatro, pero antes había obtenido un cinco como suma. ¿Cómo puedo liberarme del cinco?” La persona no pediría esa liberación, porque en cuanto uno descubre que dos y dos son cuatro, allí termina la cuestión. Ya no hay ningún cinco. Por lo tanto, ¿de qué hay que liberarse?

No tenemos que liberarnos de la muerte ni tenemos que triunfar sobre ella. Lo que necesitamos es conocer la muerte. El mismo hecho de conocerla se convierte en libertad; el conocimiento mismo se convierte en la victoria. Por eso dije antes que conocer es poder, que conocer es libertad, que conocer es victoria. El hecho de conocer la muerte hace que se disuelva; entonces, de pronto y por primera vez, nos conectamos con la vida.

Buscar este blog