sábado, 25 de septiembre de 2010

LA NECESIDAD DE IR A LOS TEMPLOS

Es inútil ir a los templos, pero es igualmente inútil suprimirlos. ¿Por qué molestarnos en suprimir algo en lo que Dios no existe, en cualquier caso? Dejad los templos donde están. ¿Para qué suprimirlos? Pero este problema surge cada cierto tiempo.

Por ejemplo, Mahoma dijo que a Dios no se le encuentra en los ídolos, y los musulmanes creyeron que quería decir que había que destruir los ídolos. Y entonces empezó a suceder en el mundo una cosa muy curiosa; ya había gentes con la locura de construir los ídolos. Ahora, los constructores de ídolos se ocupan celosamente de construir ídolos, mientras que los destructores de ídolos se ocupan día y noche de encontrar modos de destruir los ídolos. Alguien debía preguntarles: ¿cuándo dijo Mahoma que se encontraría a Dios destruyendo los ídolos?. Es posible que Dios no esté presente en un ídolo, pero ¿quién ha dicho que Dios esté presente en el hecho de destruir los ídolos? Y si Dios está presente en el hecho de destruir los ídolos, ¿qué dificultad hay en que Dios esté presente en el ídolo? Dios también puede estar presente en el ídolo. Y si no está presente en el ídolo, ¿cómo puede estar presente en su destrucción?

No digo que debamos suprimir los templos. Lo que digo es que debemos darnos cuenta de la verdad de que Dios está en todas partes. Cuando nos hemos dado cuenta de esta verdad, todo se convierte en su templo: por tanto, es difícil distinguir el templo de lo que no es templo. En tal caso, cualquier lugar donde estemos será su templo; cualquier cosa que miremos será su templo; cualquier lugar donde reposemos será su templo. Ya no habrá más lugares sagrados de peregrinaciones: todo el mundo será un lugar sagrado. Entonces no tendrá sentido crear ídolos concretos, porque todo lo que exista será imagen suya.

No pretendo que os dediquéis a suprimir los templos ni que disuadáis a la gente de que acuda a ellos. Yo no he dicho nunca que Dios no esté presente en el templo. Lo único que digo es que el que sólo ve a Dios en el templo y no lo ve en ninguna otra parte no tiene el menor conocimiento de Dios.

El que ha llegado a conocer a la divinidad sentirá la presencia de Dios en todas partes: tanto en el templo como en un lugar ajeno al templo. ¿Cómo distinguirá, pues, lo que es un templo de lo que no es un templo? Identificamos el templo como un lugar donde está la presencia de Dios, pero si uno siente su presencia en todas partes, entonces todo lugar es su templo. Ya no será necesario construir templos concretos, ni tampoco suprimir los templos.

He observado que la gente suele cometer con mucha frecuencia el error de comprender algo completamente opuesto a lo que he dicho, en lugar de entender mis palabras. A la gente le interesa más lo que hay que suprimir, lo que hay que destruir, lo que hay que eliminar, no intentan comprender lo que es. Estos errores se producen continuamente.

Uno de los errores fundamentales que comete la persona es oír algo completamente diferente de lo que se le dice. Ahora, algunos de vosotros podrías tomarme por un enemigo de los templos, pero os costaría trabajo encontrar a un persona que aprecie los templos más que yo. ¿Por qué os digo esto? Por la sencilla razón de que me gustaría que toda la Tierra se viese como un templo; lo que me interesa es que todo se convierta en un templo. Pero algunos, después de escucharme, pueden entender que las cosas estarían mejor si suprimiésemos los templos. No serviría de nada librarse de estos templos. Las cosas sólo funcionan bien cuando toda la vida se convierte en un templo.

Ambos grupos están equivocados: los que ven a Dios en los templos y lo que destruyen los templos. El que sólo ve a Dios en el templo comete un error. Éste es su error: ¿A quién ve fuera del templo? Evidentemente, su error es que no ve a Dios más que en el templo. Tu templo es muy insignificante: lo definitivo es muy vasto: no puedes confinar a Dios en tus templos minúsculos e insignificantes. El error de la otra persona es éste: quiere suprimir los templos, destruirlos. Cree que sólo entonces podrá ver a Dios. Tus templos son demasiado pequeños para que sirvan de moradas de Dios o para impedir a nadie ver a Dios. Recordadlo: vuestros templos son tan ridículamente pequeños que no pueden convertirse en la morada de Dios, ni tampoco pueden ser una cárcel donde esté encerrado Dios, que supuestamente quedaría libre al destruirlos. Debéis comprender exactamente lo que os digo.

Lo que os digo es esto: sólo cuando hemos entrado en la meditación entramos verdaderamente en un templo. La meditación es el único templo que no tiene paredes; la meditación es el único templo en que, en cuanto se entra en él, se entra verdaderamente en un templo. Y el que empieza a vivir en meditación empieza a vivir en el templo veinticuatro horas al día.

Los templos, las mezquitas y las iglesias también son unos símbolos que pueden ser preciosos: unas ilustraciones increíbles creadas por el hombre. Pero se han vuelto feos porque han entrado en ellos muchas cosas absurdas. Ahora, el templo ya no es un templo, se han convertido en semilleros de política. Alimentan el sectarismo y el fanatismo que llevan a todos al desastre. Sed conscientes siempre de que la religión se puede relacionar con un sadhana, pero no puede relacionarse nunca con el sectarismo. La política se alimenta del sectarismo, el sectarismo se alimenta del odio y el odio se alimenta de sangre; y todas estas maldades siguen adelante.

sábado, 18 de septiembre de 2010

COMO SOLTARSE DEL YO

Nunca soltaremos el yo a base de intentar dejarlo. ¿Cómo puedo soltar el mismo yo? Esto es imposible. Sería como si alguien intentase levantarse a sí mismo tirándose de los cordones de los zapatos. ¿Cómo puedo soltar el yo? Aun después de soltarlo todo, todavía quedaré yo. Como mucho, alguien podría decirse: “He soltado el ego”; pero eso demostraría que todavía lleva encima su yo. Uno se vuelve egocéntrico incluso en lo que se refiere a soltar su ego. Entonces, ¿qué debe hacer uno? Es una situación bastante difícil.

Yo os digo que esta situación no tiene nada de difícil, porque no os pido que soltéis nada. En realidad, no os pido que hagáis nada. El yo, el ego, se refuerza con todo lo que se hace. Lo único que os pido es que paséis dentro y que busquéis el yo. Si lo encontráis, no podéis soltarlo de ninguna manera. Si siempre existe allí, ¿qué es lo que queda que podáis soltar? Y si no lo encontráis, entonces tampoco hay manera de soltarlo. ¿Cómo podéis soltar algo que no existe?

Así pues, pasad dentro y ved si el yo está allí o no. Lo único que os digo es que el que mira dentro de sí mismo se ríe a carcajadas, porque no es capaz de encontrar a su yo en ninguna parte dentro de sí mismo. Por tanto, ¿qué queda? Lo que queda entonces es Dios. Lo que queda después de desaparecer el yo, ¿puede estar separado de vosotros? Cuando deja de existir el mismo yo, ¿quién va a establecer esa separación? Sólo el yo me separa a mí de ti y a ti de mí.

He aquí la pared de esta casa. Las paredes producen la ilusión de que dividen en dos el espacio, aunque el espacio nunca se parte por la mitad: el espacio es indivisible. Por muy gruesa que sea la pared que levantáis, el espacio interior de la casa y el espacio exterior no son dos espacios diferentes: son uno solo. Por muy alta que sea la pared que levantéis, el espacio interior de la casa y el exterior no se separan nunca. Pero el hombre que vive dentro de la casa tiene la impresión de que ha dividido en dos el espacio: un espacio en el interior de su casa y otro en el exterior. Pero si se derrumbara la pared, ¿cómo diferenciaría el hombre el espacio interior de la casa del espacio exterior? ¿Cómo lo determinaría? Sólo quedaría espacio.

Del mismo modo, hemos dividido la conciencia en fragmentos levantando las paredes del yo. No se trata de que, cuando se derrumbe la pared del yo, yo empezaré a ver a Dios en ti. No: entonces no te veré a ti; sólo veré a Dios. Os ruego que entendáis con cuidado esta distinción tan sutil.

Sería erróneo decir que yo empezaré a ver a Dios en ti: yo no te veré más a ti; sólo veré lo divino: No se trata de que yo veré lo divino. Cuando alguien dice que Dios existe en todos y cada uno de los átomos, se equivoca totalmente, porque está viendo al mismo tiempo al átomo y a Dios. No es posible ver a los dos a la vez. La verdad de la cuestión es que todos y cada uno de los átomos son Dios, y no es que Dios exista en todos y cada uno de los átomos. No es que haya algún Dios dentro de cada átomo; todo lo que es, es Dios.

Dios es el nombre que damos, por amor, a “lo que es”. “Lo que es” es verdadero; lo llamamos Dios por amor. Pero el nombre que le asignemos no tiene importancia. No os pido, por lo tanto, que empecéis a ver a Dios en todas las personas. Lo que os digo es que empecéis a mirar dentro. En cuanto miréis dentro, desapareceréis. Y, al desaparecer, lo que veréis será Dios.

sábado, 11 de septiembre de 2010

CONOCER A DIOS

El que no es capaz de conocer a Dios dentro de su propio yo nunca puede conocerlo de ningún modo. El que no ha reconocido todavía a Dios dentro de su propio yo no es capaz de reconocerlo en los demás. El yo es lo más próximo que tenéis; cualquiera que esté a cierta distancia de vosotros estará más lejos de vosotros que el yo. Y si no sois capaces de ver a Dios en vuestro propio yo, que es lo que tenéis más próximo, tampoco podréis verlo de ninguna manera en los que estén lejos de vosotros. Debéis conocer a Dios en primer lugar en vuestro propio yo; el que conoce tendrá que conocer, primero, lo divino: es la puerta más próxima.

Pero, recordadlo: es muy interesante que el individuo que entra de pronto en su yo encuentra de pronto la entrada de todo. La puerta que conduce al propio yo es la puerta que conduce a todo. En cuanto una persona entra en su yo, descubre que ha entrado en todo, porque, aunque somos diferentes externamente, internamente no lo somos.

Externamente, todas las hojas son diferentes entre sí. Pero si una persona fuera capaz de penetrar en una sola hoja, llegaría a la fuente del árbol, donde todas las hojas están en armonía. Cada hoja, vista por separado, es diferente; pero cuando hayáis conocido una hoja en su interioridad habréis llegado a la fuente de la que emanan todas las hojas y en la que se disuelven todas las hojas. El que entra en su yo entra, simultáneamente en todo.

La diferencia entre “tú” y “yo” sólo se mantiene mientras no hayamos entrado en nuestro propio yo. El día en que entremos en nuestro yo, desaparece el yo, y también el tú. Lo que queda entonces es el todo.

En realidad, “el todo” no significa la suma del tú y el yo. El todo es donde nos hemos disuelto tú y yo, y lo que queda después es el todo. Si el yo no se ha disuelto todavía, entonces podemos sumar “yos” y “tús”, pero el total no será igual a la verdad. Aunque sumemos todas las hojas, no aparece un árbol, aunque se le hayan sumado todas las hojas. El árbol es algo más que la suma de todas las hojas. Cuando sumamos una hoja a otra, estamos suponiendo que cada una es independiente. Pero un árbol no está compuesto de hojas independientes, en absoluto.

Así pues, en cuanto entramos en el yo, éste deja de existir. Lo primero que desaparece cuando entramos en el interior es la sensación de ser una entidad independiente.

Ni siquiera es correcto llamarlo “el todo”, porque “el todo” tiene también la connotación del viejo “yo”. Por eso, los que saben no quieren siquiera llamarlo “el todo”. Ellos dirían: “¿De qué es suma ese todo? ¿Qué es lo que estamos sumando?” Además, ellos afirmarían que sólo queda el uno. Aunque quizá dudasen en decir eso siquiera, porque la afirmación del uno da la impresión de que hay dos: da a entender que el “el uno” no tiene significado por sí solo, sin la noción correspondiente del dos. El uno sólo existe en el contexto del dos. Por lo tanto, los que tienen una comprensión más profunda no dicen siquiera que queda el uno; dicen que queda el advaita, la no dualidad.

Existen dos tipos de ilusiones en el mundo: la primera es la ilusión de la materia; la segunda es la ilusión del yo, del ego. Ambas son básicamente falsas, pero sólo acercándose a ellas se hace uno consciente de que no existen. Cuando la ciencia se va acercando a la materia, la materia desaparece; cuando la religión nos acerca al yo, el yo desaparece. La religión ha descubierto que el yo no existe, y la ciencia ha descubierto que la materia no existe. Cuando más nos acercamos, más nos desengañamos.

Por eso digo: pasad dentro; mirad de cerca: ¿hay algún yo dentro? No os pido que creáis que vosotros no sois el yo. Si lo creéis, se convertirá en una creencia falsa. Lo que os digo es que paséis dentro, que miréis, que reconozcáis quiénes sois. El que mira dentro y se reconoce a sí mismo descubre: “Yo no estoy” En tal caso, ¿quién está dentro? Si yo no estoy, entonces debe estar allí algún otro. El hecho de que “yo no estoy” no significa que allí no esté nadie, porque tiene que haber alguien allí, aunque solo sea para que reconozca la ilusión.

Si yo no estoy, ¿quién está allí? La experiencia de lo que queda después de la desaparición del yo es la experiencia de Dios. La experiencia se vuelve expansiva inmediatamente: al dejar caer al yo, también cae el “tú”, también cae el “él”, y sólo queda un océano de conocimiento. En este estado veréis que sólo Dios es. Por tanto, puede parecer erróneo afirmar que Dios es, porque resulta redundante. Es. En realidad, también llamamos a Dios “lo que es”. “Dios” Significa: “existencia”.

sábado, 4 de septiembre de 2010

LAS VARIEDADES DE DIOS

Cuando imponemos a nuestro Dios sobre “lo que es” nos estamos precipitando en la falsedad y en el engaño. Y recordad que los dioses que hemos creado están hechos de diferentes maneras; cada uno tiene su propia marca de fábrica. El hinduista ha hecho a su propio Dios; el musulmán tiene al suyo. El cristiano, el jainista, el budista: cada uno tiene a su propio Dios. Todos han acuñado sus propios términos respectivos; todos se han creado a sus respectivos dioses. ¡Florece toda una gran industria de fabricación de dioses! En sus casas respectivas, las gentes fabrican a su Dios; producen a su propio Dios. Y todos estos fabricantes de dioses compiten entre sí en el mercado, del mismo modo que los artesanos que elaboran objetos en sus casas. El Dios de cada uno es diferente del de todos los demás.

En realidad, mientras suceda que “yo soy”, todo lo que yo cree será diferente de lo vuestro. Mientras suceda que “yo soy”, mi religión, mi Dios, será diferente del de los demás, porque habrá sido creado por el yo, por el ego. Como nos consideramos a nosotros mismos entidades independientes, todo lo que creemos tendrá un carácter independiente. Si hubiera libertad para crear religiones, habría en el mundo tantas religiones como personas: ni una menos. Si en el mundo hay tan pocas religiones es porque falta una libertad adecuada para ello.

El padre hinduista procura hacer hinduista a su hijo antes de que éste llegue a ser independiente. El padre musulmán vuelve musulmán a su hijo antes de que éste tenga uso de razón; pues una persona que tuviera uso de razón no querría hacerse hinduista ni musulmana. Así pues, existe la necesidad de llenar al niño de todas estas estupideces antes de que alcance el uso de razón.

Todos los padres se preocupan de enseñar su religión a sus hijos desde la infancia, pues cuando el niño se haga mayor empezará a pensar y a causar problemas. Formulará preguntas de todo tipo; y, como no encontrará respuestas satisfactorias, planteará situaciones difíciles a sus padres. Por eso, los padres procuran enseñar su religión a sus hijos desde la primera infancia de éstos: cuando el niño no es consciente de muchas cosas, cuando está dispuesto a aprender cualquier estupidez. Así es como las personas se vuelven musulmanas, hinduistas, jainistas, budistas, cristianas: cualquier cosa que se les enseñe.

Por eso, las personas a las que llamamos religiosas resultan ser muchas veces poco inteligentes. Les falta inteligencia, porque lo que llamamos religión es algo que nos ha envenenado antes de que haya surgido en nosotros la inteligencia; e incluso después de surgir ésta mantiene su presa interior. No es de extrañar que los hinduistas y los musulmanes luchen entre sí en nombre de Dios, en nombre de sus templos y de sus mezquitas.

¿Acaso hay muchas variedades de Dios? ¿Es una variedad el Dios que adoran los hinduistas y de otra el Dios que adoran los musulmanes? ¿Por eso les parece a los hinduistas que su Dios ha sido profanado cuando se descubre un ídolo, o a los musulmanes les parece que su Dios ha sido deshonrado cuando se destruye o se incendia una mezquita?

En realidad, Dios es “lo que es”. Existe tanto en una mezquita como en un templo. Existe tanto en un matadero como en un lugar de culto. Existe tanto en una taberna como en una mezquita. Está tan presente en un ladrón como en un religioso: no es posible que esté presente un ápice menos. ¿Quién va a residir en un ladrón sino lo divino? Está tan presente en Rama como en Ravana: no está un ápice menos en Ravana. Existe tanto dentro de un hinduista como de un musulmán.

Pero el problema es que si llegásemos a creer que la misma divinidad existe en todos, nuestra industria de fabricación de dioses se resentiría mucho. Para evitar que suceda esto, seguimos imponiendo a nuestros dioses respectivos. Si un hinduista mira una flor, proyectará sobre ella su propio Dios, verá a su Dios en ella, mientras que un musulmán proyectará y visualizará al suyo. Son capaces, incluso, de reñir por ello, aunque quizás vayamos demasiado lejos al suponer un conflicto entre hinduistas y musulmanes por tal cosa.

Es muy raro: somos nosotros los que determinamos las cosas siempre. Lo que hemos identificado hasta ahora como “Dios” es un producto basado en nuestras propias especificaciones. Mientras este Dios artificial se interponga en nuestro camino no seremos capaces de conocer a ese Dios que no ha sido determinado por nosotros. No seremos capaces de conocer al que nos determina a nosotros. Así pues, necesitamos librarnos del Dios artificial si queremos conocer al Dios que es. Pero eso es duro; incluso a la persona de corazón más benévolo le resulta difícil. Hasta al hombre al que tenemos por comprensivo le resulta duro librarse de este Dios artificial, tanto como el hombre estúpido. Podemos perdonar al hombre estúpido, pero es difícil perdonar al hombre comprensivo.

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