sábado, 1 de febrero de 2020

SALTAR A LA NADA


Una antigua parábola…

Se trata de la historia de un hombre que se adentró en las montañas a fin de hallar el final del mundo. Debió de ser un gran filósofo, porque sólo los filósofos tienen ideas tan descabelladas.

No es necesario iniciar una gran búsqueda para hallar el final del mundo; pues éste es hermoso tal cual es. No es necesario iniciar la búsqueda del principio ni del final. El medio es perfectamente hermoso, así que ¿por qué no disfrutarlo? Pero este hombre era un gran filósofo. No se sentía feliz. Los filósofos nunca son felices aquí. El ahora no es su tiempo, y el aquí tampoco es su espacio. Viven por ahí, en algún otro lugar.

Dejó a su familia –hijos, esposa, padres- y se embarcó en esta tonta y absurda búsqueda para encontrar el final del mundo. Atravesó muchas montañas y mares. Fue un viaje muy largo, claro –larguísimo-, y en muchas ocasiones pensó que había llegado. Siempre que empezaba a sentirse cansado pensaba que había llegado. Y cuando se sentía agotado, se engañaba a sí mismo. Pero tarde o temprano, después de un gran descanso, volvía a ver las cosas igual que antes y persistía en su empeño: todavía no había alcanzado el final, seguía en el medio. Como podía ver a lo lejos, el horizonte seguía allí, tan alejado como siempre. Así que iniciaba su viaje otra vez.

Una y otra vez descubría que siempre que creía haber llegado, en realidad se autoengañaba. Una vez conoció el engaño, el autoengaño, el periplo se hizo más arduo, porque a veces, cuando sentía que había llegado, en el fondo sabía que también en esa ocasión se trataba de un engaño. Y por ello debía continuar.

De camino pasó por muchos templos y vio a muchos maestros, a gente que había llegado, y a gente que creía haber llegado. Y todos decían y afirmaban que ese era el final del mundo, y le preguntaban que adónde iba él. Y los creía, y se quedaba con ellos un tiempo, pero tarde o temprano se acababa desilusionando. Esos maestros no habían llegado al mismo final. Y esos templos no eran más que símbolos del cansancio de los hombres, de las limitaciones, de las limitaciones humanas, de las limitaciones de la mente, la razón y los sentimientos. Pero el final no estaba ahí y por ello reiniciaba una y otra vez su peregrinaje.

Y se cuenta que al cabo de muchas, muchísimas vidas –al cabo de millones y millones de vidas- llegó finalmente a un lugar que parecía ser el final. Y en esta ocasión no se autoengañaba. Además, no había templo ni maestro a la vista, se hallaba totalmente solo. Y de repente el horizonte había desaparecido. No había objetivo ulterior. No había ningún otro lugar al que ir, ni siquiera aunque hubiera deseado continuar. Había hallado vaciedad infinita.

Y claro está, allí estaba el cartel que rezaba: “Éste es el fin del mundo”. Alguien que había estado allí antes lo había puesto por compasión hacia aquellos que pudieran llegar.

El hombre se hallaba en el mismísimo borde del mundo, en un gran acantilado más allá del cual no había sino caos, nada excepto inexistencia, una tremenda vacuidad, nada de nada. Y claro, se asustó mucho. No había pensado en ese caos, en que si llegas al final, o al principio, tanto da, llegarás al caos. No había pensado en ello; era algo totalmente inesperado. No había Dios, no había Buda, ni nirvana, ni paraíso… sólo caos, un caos absoluto, vaciedad. Imagínatelo, allí de pie, en el último acantilado, agitado y tembloroso como una hoja a merced de un fuerte viento.

No podía dar un paso más. Estaba tan asustado que regresó al mundo, ni siquiera miró al otro lado del cartel. Al otro lado del cartel había otro mensaje. A este lado aparecía: “Éste es el final del mundo”; y al otro lado decía: “Éste es el principio del otro”.

Pero se asustó tanto que se le pasó por alto que tal vez al otro lado del cartel había otro mensaje. Escapó, de inmediato. Ni siquiera volvió a mirar atrás. Regresó al mundo, y se perdió a sí mismo en asuntos mundanos, de manera que no pudiera recordar más, para que ese peligroso acantilado no se le apareciese en sueños.

Puede que tu seas esa persona. Así es como os veo a todos. Lleváis años de años viviendo aquí, desde la eternidad. Es imposible que en una u otra ocasión no os hayáis cruzado con esa vaciedad. Es imposible que no hayáis llegado al final del mundo en algunos momentos. Pero os habéis escapado. Daba tanto miedo… Un paso más y os habrías iluminado, con un único paso más que hubierais dado.

La enseñanza zen no trata más que de cómo dar ese paso, cómo saltar a la nada. Y esa nada es el nirvana, esa nada es lo que es Dios. Ese caos no es sólo caos, pues ese es sólo este lado del cartel, pero al otro lado ese caos es una inmensa creatividad. Las estrellas han nacido únicamente de ese caos. Es en ese caos precisamente donde ha tenido lugar esa creación. El caos es un aspecto de la misma energía. El caos es creatividad potencial. La nada es el otro lado de la totalidad.

El zen es solo un paso… el periplo de un único paso. Puedes llamarlo el último paso o el primero, no importa. Es el primero y el último, alfa y omega. Toda la enseñanza zen consiste en una única cosa: cómo saltar a la nada, cómo llegar al final de tu mente, que es el final del mundo. Cómo permanecer de pie en ese acantilado frente al abismo y no asustarse, cómo reunir coraje y dar el último salto. Es la muerte. Es suicidarse. Pero el crecimiento espiritual sólo puede surgir del suicidio, y sólo hay resurrección siendo crucificado.

Si se comprende bien, entonces el símbolo cristiano de la cruz, tiene un enorme significado. Jesús está en la cruz, y ese es el acantilado. En el último instante él también se asusta, como el hombre de nuestra historia. En el último momento mira hacia el cielo y dice: “¿Por qué todo esto? ¿Por qué me has abandonado?”.

Un temblor humano, una gran angustia frente a la muerte, frente a la aniquilación pero reúne valor. Comprende qué es lo que va a hacer. Intentaba escapar al mundo, trataba de escaparse de nuevo a la mente. Su mente empezó a funcionar: “¿Por qué todo esto?”. Es una queja contra Dios. “¿Por qué me has abandonado?”. Parece que hay algo que no encaja en las expectativas de Jesús.

Y lo comprendió. Era un hombre de una tremenda inteligencia. Lo observó. Debió reírse ante su estupidez. ¿Qué es lo que le decía a Dios? Y la transformación llegó en un instante… Se relajó y dijo: “Que venga tu reino. Que así sea”. Se relajó… ese es el paso. Murió y renació… una nueva consciencia, un nuevo ser.

Cuando mueres en la mente, naces en la consciencia. Cuando mueres en el cuerpo, naces en el cuerpo universal. Cuando mueres como ego, naces como un dios, como Dios. Cuando mueres en tu pequeño territorio, te esparces por toda la existencia… te conviertes en existencia.

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